miércoles, 12 de noviembre de 2008

Estoy convencida de que estamos destinados a espiarnos y vigilarnos para no sentirnos del todo abandonados como perros callejeros. No recuerdo en absoluto en qué momento dejé de pensar en ti. Quizás si lo recordara, ahora mismo estaría celebrando el aniversario de tu olvido. Pero no. Eso no pasó ni pasará ya nunca. Desapareciste del mismo modo que te encontré a la vuelta de la esquina. Sabías que la reina del epíteto tenía las puertas de su casa abierta de par en par. Te aventuraste, aún sabiendo que como buen cazurro podrías quemarte en la hoguera. Pero no. Eso no pasó ni pasará ya nunca. Además, no te daban miedo las quemaduras. Sigiloso. Sin hacer ruido. Así, de puntillas, disimulabas mientras perfumabas tus huellas con el olor de la luna. En griego, claro, para que sólo yo pudiera seguir tu pista. A veces me pregunto si conseguiste, por fin, probarte otros nombres, vivir otras vidas... Por aquél entonces, los pensamientos me distraían demasiado, se apoderaban de la mayor parte de mi tiempo, entonces, eras tú quien acababas sacándome de paseo. Paradòjicamente, comencé a cogerte cariño, tu presencia callada a mi lado me estimulaba a conversar. Acabé desahogándome contigo. Nos convertimos en dos animales de compañía huyendo de la misma soledad. He pasado todo este año intentando interpretar tu silencio. Imaginándome que seguirías asomando el hocico, que seguirías moviendo la cola. Que seguirías ahí, oculto bajo otros nombres, bajo otras lenguas, en otras vidas, en otros mundos...

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